El trabajo in situ realizado por Daniel Buren en los años sesenta y setenta examina los marcos de sentido que están ligados a unos determinados modos de producción, distribución, conservación y exposición del arte y son dominantes en la institución, pero están enmascarados por ella. La literalidad es el procedimiento habitual de su modo de intervenir específicamente en contextos arquitectónicos o urbanos y espacios simbólicos concretos de la institución arte.
En este texto vamos a detenernos en algunas de las aportaciones práctico-teóricas del trabajo temprano de crítica institucional de este artista francés con el fin de reflexionar acerca del señalamiento y erosión del coleccionismo tradicional que realizan. Creemos que es un buen lugar desde el que continuar pensando a día de hoy en una nueva práctica del coleccionismo.
1. Contra el discurso obliterante
La obra temprana de Buren reúne de manera interdependiente pintura y escritura, aunque en contadas ocasiones una y otra alcanzan la misma visibilidad, como prácticas que le permiten desarrollar un trabajo teórico y crítico que atiende a sus propias contradicciones. Su planteamiento es claro al tiempo que radical, como radical es el lenguaje que utiliza en su Les Écrits. Para este productor, el aparato artístico tiene la función de poner límites al conocimiento y de mistificar la realidad. Y a ello contribuyen la separación entre los lugares de producción y exposición de las obras, o el hecho mismo de que éstas impongan visiones particulares del mundo al tiempo que enmascaran los marcos o convenciones institucionales. La propuesta de Buren se inicia con el análisis y la intervención en dichos marcos a partir de la exploración de la pintura como práctica literal.
Con el término “marcos” Buren se refiere a las construcciones culturales o ideológicas de la institución arte en sus modos de producción, distribución y exhibición, y a la manera en que éstas condicionan la recepción de las propuestas artísticas. Así, por ejemplo, el museo es un marco cultural –histórico e ideológico– que condiciona directa y expresamente a las obras que se muestran en su interior pero que no es tenido, como tal, en consideración. Atender a los “marcos”, a las convenciones, que condicionan la idea misma de “Arte”, de “artista” o de “obra de arte”, implica un ejercicio de cuestionamiento sobre sus funciones –de enmascaramiento de la realidad o de obstáculo al conocimiento– al que Buren dedica buena parte de su trabajo.
Al abordar las funciones del museo, Buren se refiere a la colección como aquello que le garantiza un peso histórico y psicológico (Buren, 2011, p. 104). Su efecto más inmediato es el aplanamiento cultural y comercial que ejerce sobre las obras al establecer comparaciones arbitrarias que se traducen en la atribución de jerarquías y, por tanto, de valor económico. A través de la colección, el museo va creando un discurso que está torcido desde el principio, pero que, dada su naturalización, no se muestra como tal.
Su texto “Limites Critiques” de 1970 es uno de los más significativos para explicar su práctica teórica. El escrito se articula en torno a tres esquemas, de los cuales, los dos primeros señalan críticamente los límites y marcos que conforman el sistema del arte. Y lo hacen desde el punto de vista de lo que es percibido: del objeto, y del arte tal como está situado: del museo y los límites culturales. En el tercer esquema Buren expone su práctica teórica. Y a partir de ahí deduce la necesidad de hacer saltar los límites y los marcos con los que la ideología burguesa del arte enmascara la realidad. Aunque, como él mismo indicará, en ese momento solo se dan las condiciones para desvelarlos. Y en ese desvelamiento es donde Buren desarrolla la propuesta de una pintura como “VISUALIDAD de la pintura misma” (Buren, 1996, p. 3), según expresión de un texto, “Beware!”, escrito apenas un año antes en el que ofrecía una explicación pormenorizada de cada uno de los elementos que componían su práctica.
Dentro de cada uno de estos tres esquemas, Buren distingue a su vez entre tres tipos de propuestas artísticas –la obra tradicional, el ready-made, y aquellas que se dan “fuera” del museo o la galería como el land art o los happenings– para pensar los límites y los marcos del sistema del arte tal y como funciona en ese momento y tratar de introducir una ruptura epistemológica, término que toma prestado del filósofo francés Louis Althusser (que a su vez lo había recibido de Gaston Bachelard), pero que para él significa, sobre todo, la necesidad de abordar teóricamente la historia del arte y su aplicación, de modo que la teoría haga posible una práctica revolucionaria (Buren, 1996, p. 11).
Teniendo en cuenta las tres tipologías artísticas referidas, Buren analiza de qué manera cada una de ellas contribuye a ocultar los límites y los marcos del sistema del arte. Para ello, señala al objeto u obra de arte como punto de referencia destacado desde el que se conforma la idea misma de arte.
El primero de los esquemas invita a reflexionar sobre el papel que juega la obra como “discurso obliterante” (Buren, 1991, p. 177). Buren explica que la obra de arte, cuando es puesta en primer plano y percibida como tal, oculta el marco y los límites que le proporcionan su estatus. En consecuencia, el arte, cuando se muestra a través de la obra maestra como imagen de libertad en un mundo alienado, enmascara sus límites y naturaliza sus marcos. Así, en una pintura clásica, la representación ilusionista enmascara la materialidad de la pintura misma. La pintura como materia, a su vez, oculta la tela o soporte cubriéndolo y la tela encubre el bastidor no dejando que éste sea visto.
El ilusionismo en pintura lleva implícitas cuestiones como el estilo personal del artista o su habilidad para mostrarnos su visión del mundo. Pero esta ilusión que se crea a través de la pintura también oculta la realidad del cómo, con qué o para quién se pinta. El ilusionismo borra el proceso mismo de la pintura y al hacerlo borra también su punto de vista, es decir, el hecho de que la pintura haya sido pintada para mostrarse en un museo o galería. Y por extensión, borra también el espacio cultural en el que se integra el arte, y por tanto, sus límites culturales.
En el caso del ready-made, tanto el soporte (la tela), como el bastidor o la pintura generalmente han desaparecido y, sin embargo, al presentar un objeto como arte, se reproduce la figura del artista, esta vez, a través del gesto de la elección. El ready-made se presenta como objeto descontextualizado que señala al museo como lugar en el que puede llegar a alcanzar su estatus de objeto artístico. Pero, como en ningún momento lo pone en cuestión, legitima la labor del museo y, por tanto, la reafirma. En este caso, aunque el museo y los límites culturales son señalados, se los considera indiferentes. Situándose en la postura del anti-arte, el ready-made olvida los límites que le impone tanto el museo como la cultura, a los que queda bien sujeto.
Buren es especialmente incisivo con las propuestas que aparentemente suceden fuera del museo, como el land art o los happenings, a las que se refiere como aquéllas que hacen reaparecer nociones típicas del siglo XIX —el romanticismo, el ego, lo anecdótico o el naturalismo— de manera que “los valores burgueses de libertad y evasión son así conservados gracias a los esfuerzos coordinados del arte y su vanguardia llamada revolucionaria” (Buren, 1991, p. 181). Con este tipo de propuestas, indica el autor, el enmascaramiento del museo y los límites culturales se radicalizan, ya que, bajo la apariencia de independencia respecto de los marcos y límites, la obra se presenta como libre e independiente cuando, en realidad, es el reconocimiento que a estas propuestas brindan el museo y el marco cultural lo que hace que sean consideradas arte.
El segundo de los esquemas señala al museo como punto de vista único, como parte del discurso obliterante que hace que el arte no sea percibido como lo es. En el caso de la obra clásica, el museo y los límites culturales enmascaran tanto a la pintura en tanto que representación ilusionista, como a la materialidad de la pintura misma, su soporte: la tela, y el bastidor. En el caso del ready-made y de las propuestas anti-arte, sólo a través del museo y su inscripción en el marco cultural pueden ser percibidas como arte. En cuanto al tercer caso, a la huida del museo, se trata de una postura radical de quienes perciben el museo como marco y tratan de escapar de él. Sin embargo, lo hacen irreflexivamente y adoptan una posición reaccionaria de búsqueda de mayor libertad en la vuelta a la naturaleza, en la desaparición del objeto y del museo. Lo que sucede es que finalmente el museo y el marco cultural se imponen como auténticos lugares de reconocimiento. De manera que la huida del medio urbano como forma de esquivar los límites culturales se muestra como falsa.
2. La práctica de introducir interrogantes
En su tercer esquema, Buren propone llevar a cabo un trabajo crítico que sitúe a la pintura como elemento real, literal, y al mismo tiempo como cara y envés. El método que apunta implica que la pintura misma formule un sistema específico mediante el cual ésta sea producida para ser mirada por lo que es y no por lo que representa. La pintura que presenta en su trabajo visual no da lugar a imaginar o reconstruir mentalmente un fenómeno, sino que se empeña en abolir toda composición para llegar a un mínimo neutral, a una ausencia de estilo, a un grado cero de significación y de autoría. De manera que al eludir toda cuestión relativa a las posibles variaciones o problemas formales o expresivos y al presentar cada elemento en su literalidad, el trabajo pueda concentrarse en señalar las convenciones. Su “herramienta visual” —tela o papel rayado con franjas verticales de 8.7 cm en las que se alterna el blanco con otro color, evitando que éste asuma una función formal de estilo o composición o aporte algún tipo de emoción—, repetida en el tiempo, es pintura en su materialidad literal. Al eliminar el carácter plástico o expresivo del objeto, éste puede pasar a ser un objeto tanto indicativo como crítico, entre otras cosas, respecto de su propio proceso. Para Buren el grado cero de significación en la pintura lleva implícito el paso de una aproximación mítica e ilusionista a otra histórica y real.
Sus papeles y telas rayadas, siendo al mismo tiempo cara y envés, señalan la función del museo como marco y límite, así como la función de la obra misma dentro de la institución y de todo lo que la rodea. Cuando los papeles o telas rayadas se muestran fuera del museo, siempre en entornos urbanos o en los que hay algún tipo de vida social, rompen los límites culturales del museo, del punto de vista único, y señalan los nuevos límites culturales en los que éstas se inscriben. Cuando las pinturas se colocan en muchos lugares diferentes, el marco que se muestra en cada ocasión no enmarca nada, sino que es simplemente señalado como marco y la obra escapa de ser el objeto central. Por otra parte, la relación entre objeto o proposición y el contenedor conduce a dos problemas que están ligados a pesar de su aparente contradicción: nos lleva a descifrar el espacio y al mismo tiempo a preguntarnos por la naturaleza de la proposición –llamémosla pintura o pintura/escultura– en su faceta de repetición en distintos contextos.
La repetición —que es esencial en su trabajo— provoca, dice Buren, dos consideraciones contradictorias: por un lado, resalta la realidad de una determinada forma —las bandas verticales— y por otro la anula mediante confrontaciones repetidas e idénticas que le niegan cualquier tipo de originalidad (Buren, 1996, p. 5). A través de la repetición, se constata la eliminación de toda composición, ilusionismo y emoción del trabajo y se evidencia que no hay evolución formal alguna. Buren se esfuerza por conseguir una “repetición de diferencias que muestre lo mismo [o bien] un intento de clausurar el sentido con el fin de revelarlo mejor” (Buren, 1996, p. 7). Es decir, una apuesta por cerrar las cuestiones relativas al formalismo para abrir aquellas otras concernientes al marco.
Un ejemplo significativo de señalamiento de los marcos institucionales es la instalación que estaba prevista para la VI Exposición Internacional Guggenheim en Nueva York (1971). La pintura nº 1 de 20 x 10 m., debía colgar en el centro de la espiral abierta en siete rampas de altura, resaltando el afán de protagonismo del edificio del Museo Guggenheim y su potencia de condicionamiento de las obras que alojaba. La pintura nº 2, de 1,5 m. por 10 m., iba a colgar en la calle. La instalación no tuvo lugar debido a la censura de parte de los artistas con los que debía compartir el espacio. El rechazo se originó debido a que la pintura nº 1 indicaba también la asunción no problematizada por parte del resto de las propuestas de los condicionantes de la institución. Las piezas minimalistas no solo se revelarían ingenuas, e incluso inoperantes, en su atención a cuestiones exclusivamente fenomenológicas, sino que además estarían obviando “los intereses institucionales, siempre mediados por intereses económicos e ideológicos [que] inevitablemente reestructuran y redefinen la producción, la lectura y la experiencia visual del objeto artístico” (Foster, Krauss, Bois y Buchloh, 2006, p. 546). De la instalación tenemos conocimiento a través de la abundante divulgación de documentación visual y escrita de la misma. Debido a la censura, muy pocos pudieron comprobar su efecto in situ, aunque lo cierto es que la experiencia directa de los trabajos de Buren, por lo general, es bastante limitada.
Este caso muestra cómo la práctica teórica del productor francés busca hacer visible la institución en su materialidad y funciones, no planteando una huida, ni legitimándola, sino provocando preguntas que no buscan respuestas parciales ni previamente amañadas que enmascaren los problemas, sino provocar una ruptura epistemológica. Un cambio de paradigma en la institución.
Buren utiliza como método la repetición sistemática de la diferencia. Repite la pintura literal en diferentes contextos, cuestionando in situ cada uno de ellos en su particularidad material y cultural. Al repetir la forma, rompe con las expectativas de expresión, novedad o invención que se atribuyen a la figura del artista y las problematiza en relación con los marcos de sentido institucionales. En cualquier caso, la repetición sistemática de la forma favorecerá que la pintura vacía, anónima e insignificante acabe siendo signo de autoría.
La firma, o la autoría, es uno de los elementos de reconocimiento institucional y contribuye a que el artista alcance mayor visibilidad. En las propuestas de la crítica institucional se da la paradoja de que a mayor reconocimiento más fácilmente puede menguar su función crítica. En el trabajo de Buren, los mecanismos institucionales, de los que la colección forma parte, desvían el cuestionamiento del marco hacia el reconocimiento del autor. Y, por tanto, dificultan en extremo el conocimiento de su práctica teórica y aún más la posibilidad de ruptura con el paradigma vigente.
Llegados a este punto, se empieza a hacer más claro que lo no coleccionable del trabajo de Buren, lo que escapa a la concepción tradicional de la colección, no es solo la experiencia de la instalación temporal in situ en su señalamiento de los marcos y los límites, o la literalidad material de la pintura, sino principalmente su capacidad para introducir interrogantes, para ir generando una ruptura epistemológica e incluso, llegado el caso, su posibilidad de hacer saltar los límites y marcos institucionales, creando una nueva institucionalidad. El coleccionismo en su mecánica habitual refuerza los marcos y los límites de la institución y puede reducir las propuestas transformadoras a un mero decorado de autor.
3. Otro coleccionismo
La disputa que se da entre los intentos de transformación y su desactivación institucional con frecuencia da como fruto figuras intermedias o cambios parciales. A partir de Buren, por ejemplo, el artista ya no puede pensarse como figura expresiva e innovadora que crea objetos para su contemplación, sino como rol que cuestiona el marco institucional a través de una propuesta cuestionante que repite la diferencia.
La práctica de Buren, al igual que muchas otras de la crítica institucional, introduce cambios que requieren a su vez producir otros cambios en la institución. Este caso precisa que nos planteemos cómo podría ser una nueva práctica del coleccionismo en la que trabajos como los del productor galo desplegarán su potencialidad.
Douglas Crimp en su texto “This Is Not a Museum of Art” dedicado a Marcel Broodthaers introduce la figura del coleccionista materialista de la mano de Walter Benjamin (Crimp, 1993, p. 201). Según explica Crimp, el coleccionista materialista reúne trabajos no con un afán clasificatorio o comparativo en base a determinados atributos de calidad y exclusividad que buscan revalorizarse en el mercado, sino por la utilidad que le proporciona su lectura en la situación concreta de cada presente.
Una nueva práctica del coleccionismo repetiría la diferencia y no lo mismo: dinamizaría el cuestionamiento constante de los marcos de sentido institucionales y los límites que ponen al conocimiento del sistema cultural en cada situación concreta; estaría orientado a la utilidad de lo coleccionado para el común en la coyuntura de cada tiempo presente y no atribuiría un valor económico ni simbólico a lo coleccionado, ni buscaría la rentabilidad para el coleccionista particular, en términos de acumulación de algún tipo de capital y, menos aún, la especulación económica.
Si pensamos en un tipo de coleccionismo capaz de mantener el valor de uso de propuestas como las de Buren, habría que articular un dispositivo capaz de introducir preguntas que nos enfrenten a la realidad material y concreta en la que vivimos. Se trataría de un aparataje que favoreciera, en primer lugar, la difusión completa y adecuada de los trabajos —que nunca debería estar en manos privadas sino como parte de un servicio público de calidad y gratuito— a través de archivos accesibles a cualquier persona. Y en segundo, que facilitara la aplicación de dicho conocimiento a la realización colectiva de análisis exhaustivos de los marcos institucionales en el presente, tanto de manera genérica como en espacios concretos y en su relación con otros ámbitos sociales.
Este otro coleccionismo supondría ya una ruptura epistemológica que, trabajando sobre sí misma, desplegaría socialmente una nueva institucionalidad de intervenciones cuestionantes, específicamente orientadas a producir redes de diferencias, de singularidades.