La revolución al servicio de la poesía. Luchas estéticas y producción de subjetividad

SitusNo se trata de poner la poesía al servicio de la revolución, sino al contrario, de poner la revolución al servicio de la poesía. Únicamente así la revolución no traiciona su propio proyecto. (“All the king’s men”, I.S.).

 

A lo largo del siglo XX la relación entre arte y política se ha movido entre dos ejes principales. O bien, se entendía que había que poner el arte al servicio de las luchas políticas que se libraban en otro lugar, sobre todo poner la práctica artística al servicio de la lucha del proletariado. O bien se consideraba que el arte estaba atravesado por un antagonismo constitutivo, que las prácticas artísticas configuraban una arena política específica en la que la liberación o la dominación estaban tan en juego como en cualquier otro lugar.

En síntesis, el antagonismo constitutivo del arte se compone de las múltiples luchas de resistencia contra la apropiación capitalista, patriarcal, racista, etc. de la alegría estética (la poesía). La desposesión del contento estético y su sometimiento a las exigencias de la acumulación de capital o de las otras formas de opresión forman parte de la producción de subjetividad reproductora de los distintos órdenes de dominación. Las luchas estéticas se esfuerzan, por tanto, en poner la revolución o la crítica al servicio de la poesía para impedir que la poesía trabaje al servicio de la desigualdad social.

En este texto pretendemos hacer un rápido repaso de cómo se ha entendido el antagonismo constitutivo del arte en diferentes momentos, reflexiones y proyectos y cómo se ha puesto en relación con el otro eje, el del arte político comprometido con luchas no estéticas. Pondremos más atención en la propuesta situacionista y en la crítica institucional y de la representación de los años 70 y 80, con la intención de apuntar hacia las prácticas de confluencia entre arte y política que se han dado en las décadas posteriores.

1. La lucha principal que atravesó las prácticas de las vanguardias históricas, según defendiera Peter Bürguer en su reconocido libro Teoría de la vanguardía (1974), fue su intento de subvertir la llamada “autonomía del arte”.  Las vanguardias se esforzaron por poner en crisis la separación esencial entre la esfera estética y las esferas económica, política, etc. Se trataba para ellas –principalmente para el productivismo ruso, el dadaismo o el surrealismo– de extender a la vida práctica las ansias de placer, gratuidad y juego que supuestamente constituían el mundo del arte.

Los artistas de la vanguardia entendían que la clausura de la esfera del arte era la forma en que el sistema capitalista triunfante capturaba la alegría estética en un espacio controlable. La mantenía así separada tanto del uso religioso y cortesano que le había dado el Antiguo Régimen como del uso revolucionario que pretendían darle las fuerzas emergentes del proletariado organizado. Evitaba que su espíritu se infiltrara en las demás esferas sociales donde tal alegría podría funcionar a la contra de las lógicas del interés económico y político. Y además, con el mismo movimiento, establecía una división entre el arte elevado y el arte o la cultura popular, en la que toda la legitimidad era absorbida por el primero, a costa muchas veces de la mera explotación del segundo. Liberar a la alegría estética de su encierro, liberar el poder de la alegría del cercado del arte puro era para los artistas de vanguardia una forma de luchar contra el sistema dominante.

Pero, como ya señaló en su momento Hal Foster en El retorno de lo real (1996), las vanguardias históricas contienen, además de esta vertiente transgresora, otra que el crítico estadounidense llama “formalista” cuya lucha se dirige no a romper la clausura del arte, sino, por el contrario, a reforzarla. El teórico más sobresaliente de esta tendencia formalista es, sin duda, Theodor Adorno. El cierre sobre sí mismas de muchas de las propuestas modernistas, de Stéphane Mallarmé a Samuel Beckett, de Piet Mondrian a Ad Reinhardt, de Arnold Schönberg a John Cage, se entenderían entonces como formas de resistencia, de cuidado y protección de la alegría estética, frente al uso mercantil que constantemente la amenazaría en el capitalismo.

El formalismo plantea así su particular batalla contra la mercantilización de la vida. Pero no todos los artistas y críticos estaban de acuerdo en que la mejor manera de impugnar la mercantilización fuera la ruptura del vínculo entre significante y referencia del hermetismo modernista. Al contrario, tanto el realismo como el arte crítico verán en el formalismo más una mimetización de la mercancía que una lucha contra ella. En último término, existe un fetichismo de la obra cerrada sobre sí misma que repite los rasgos que caracteriza al fetichismo de la mercancía. En ambos casos, las relaciones y prácticas sociales en las que se inscriben su producción y su uso han sido obviadas y sólo se muestra la relación entre obras o entre mercancías.

La lucha para el realismo y el arte crítico consistirá no en un cierre sobre sí misma de la obra, que acentúa su fetichismo, sino en exponer las condiciones materiales en las que está inmersa. El realismo, al menos tal como lo defendió Georg Lukács, insistió en la necesidad de poner en relación orgánica los fragmentos de la realidad que la obra hacía suyos con la totalidad social en la que estos fragmentos encuentran sentido. Sólo así, pensaba, podía desafiarse la reificación mercantil que acosaba al arte.

El arte crítico, esto es, el uso crítico del modernismo que pusieron en marcha tanto Dziga Vertov o Serguéi Eisenstein, como Vsévolod Meyerhold o Bertolt Brecht, entenderá que las articulaciones en juego en el problema del fetichismo de la obra van más allá de la dialéctica forma / contenido. Las articulaciones en juego incluyen toda una constelación de prácticas y relaciones que en “El autor como productor” (1934), Walter Benjamin resumió con el término “aparato de producción artístico”. Las relaciones entre disciplinas artísticas, entre el arte y los objetos cotidianos, la ciencia y la tecnología, los medios de comunicación de masas o la misma política, la relación fundamental entre obra y público irrumpen en el trabajo artístico para combatir el encantamiento fetichista.

El arte crítico desplaza así el problema del realismo. No se trata de oponer simplemente una unidad orgánica a una unidad mecánica de los contenidos. Lo que está en juego es, antes que nada, el carácter antagónico de la misma práctica artística. Y el antagonismo que es necesario traer a primer plano según el arte crítico es el que se da entre el ocultamiento o la exposición de las condiciones materiales de la obra.

En su crítica del fetichismo de la obra, realismo y arte crítico apuntan a otra cuestión importante. Y es que, encerrada en su mundo exclusivo de la forma o la autonomía del arte, la vida estética parecería ser mera ilusión, pura fantasía o irrealidad. Desmontar ese fetichismo, sea por medio de la verdad del realismo o de la materialidad del aparato en el arte crítico, supone dotarla de efectividad. Hay algo real en juego en la vida estética. Y, como tanto unos como otros señalaron a su manera, lo real en juego es la producción de subjetividad que el arte efectúa.

2. Los años 50 y 60 del pasado siglo serán testigos de una reactivación de las luchas estéticas. En 1957, en concreto, se funda la Internacional Situacionista, grupo muy variado de artistas y críticos que reformularán los planteamientos anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Los situacionistas son continuadores de las vanguardias históricas y del arte crítico, pero introducen una nueva cuestión: la revolución cultural. La revolución cultural implica ubicar el antagonismo estético en el centro de las luchas de liberación. Antes de ellos, incluso en las proyectos productivistas más ambiciosos, las luchas estéticas se asumían como pugnas subordinadas a los conflictos y transformaciones económicos y políticos. Los situacionistas proponen un nuevo escenario para el antagonismo estético. El escenario no es ahora la esfera del espíritu, ni la esfera del arte, sino la cultura entendida como intervención en la organización de la vida cotidiana con todos los instrumentos disponibles en la actualidad.

Dentro de la cultura, la alegría estética (“la abundancia pasional de vida”) es el motor de la liberación. Y, aunque pudiera parecer, el proyecto responde no a un afán neorromantico, sino al desenvolvimiento de la lucha de clases. Por un lado, participa en lo que los propios situacionistas llaman “la guerra del ocio”, esto es, al hecho de que las nuevas condiciones del proletariado europeo y estadounidense habían extendido la lucha de clases desde el empleo al consumo. Por otro, da cuenta de la estetización de la política que había señalado Benjamin como práctica del fascismo pero que había encontrado su forma propia en los regímenes de la Guerra Fría.

La cultura es, así, transformación de la vida cotidiana y producción de subjetividad. No otra cosa significa la propuesta de construcción de situaciones que define a los situacionistas. La construcción de situaciones implica la creación de momentos vividos haciendo uso de los medios tecnológicamente más complejos de la época. Los momentos producen sentimientos y deseos que a su vez mueven a la construcción de nuevos momentos. La producción de subjetividad no se queda, sin embargo, en la experimentación de sensaciones y comportamientos. Consiste, sobre todo, en romper con la subjetividad contemplativa, nostálgica, individualista y monológica que domina tanto en la esfera del arte como en el resto de la sociedad capitalista y construir una vida cotidiana donde crezca una subjetividad activa, vivaz, colectiva y dialógica.

El antagonismo constitutivo del arte radica entonces para los situacionistas en estas dos maneras opuestas de subjetividad. Reconocer el antagonismo, supone pensar que la subjetividad es un campo de batalla social de primer orden y que en él la alegría estética desempeña un papel principal. Pero esa batalla no es sólo una pelea entre ideas. Es además una lucha por la posesión de los medios de construcción de la vida cotidiana.

Los situacionistas desarrollan de esa forma una nueva noción de alegría estética que oponen a la dominante. La alegría estética es la alegría que resulta de la conciencia de la capacidad para producirnos a nosotros mismos y de su puesta en práctica. Dado que esa capacidad sólo puede ser actual, colectiva y cooperativa, la alegría expansiva sólo puede ser vivida en la acción común.

Ciertamente, en el planteamiento situacionista hay un problema insoluble y es que la transformación social que exigía su proyecto superaba con mucho las fuerzas que la I.S. podía movilizar. De ahí el giro político que dan en los primeros años sesenta y su nuevo replanteamiento del problema a lo largo de esa década. La revolución cultural a partir de entonces ya no podrá ser sólo estética, sino también teórica. Y ya no podrá ser el centro de la transformación social, sino lanzarse al encuentro de la revolución proletaria a la que se ofrece como conciencia crítica.

Mientras tanto, los situacionistas irán desarrollado avances teóricos tan importantes como el concepto de sociedad del espectáculo, al tiempo que los acontecimientos sociales van haciendo que el descentramiento alcance ya no sólo a la lucha estética, sino al mismo proletariado. La explosión de las “cien rebeliones” de los años 60 y 70 estaba reorganizando de nuevo todo el espacio de conflicto social.

3. La I.S. y Bürguer coincidieron en el diagnóstico de que el proyecto de las vanguardias históricas había fracasado y de que las neovanguardias que aparecían en torno a los años 60 no eran más que una versión institucionalizada y mercantilizada de aquellas. El juicio era, sin embargo, excesivo. La fuerza de la crítica no había dejado de operar aquí y allá durante los años de la Guerra Fría. Y en torno a 1968 y sus ecos afloraron nuevas propuestas transgresoras, entre las que destacan la llamada “crítica institucional” y el arte feminista ampliado en la crítica de la representación.

hans haackeSe conoce como “crítica institucional” a un conjunto de prácticas artísticas cuyo campo de batalla es la producción y reproducción de la propia institución arte. Artistas como Hans Haacke, Daniel Buren, Michael Asher, Marcel Broodthaers, Louise Lawler o Andrea Fraser se enfrentaron a una forma de funcionamiento de la institución cuyo discurso seguía sosteniéndose sobre la idea de la autonomía del arte. Señalaron, alteraron o crearon ficciones de los marcos o convenciones y de los agentes que daban forma a la institución. Pusieron en relación las operaciones de la institución arte con los poderes políticos y económico y mostraron la instrumentalización del campo del arte por parte de estos poderes. E investigaron las consecuencias que esta instrumentalización acarreaba en la sociedad misma. Con estas estrategias artísticas buscaban conseguir una mayor democratización en el funcionamiento del campo del arte.

Para la crítica institucional el antagonismo constitutivo del arte sería, entonces, esta oposición entre la instrumentalización y la democratización de la institución. La idea de trabajar específicamente en el campo del arte respondía a los cambios que se estaban dando en el terreno de las luchas sociales, esto es, a la perdida de centralidad del movimiento obrero y a la diseminación de los movimientos. Al calor de las múltiples reivindicaciones sociales, la crítica institucional aparece como una lucha más que no apunta a abarcar la totalidad, sino a intervenir en un espacio concreto para transformar la correlación de fuerzas que lo configura. Trabajar en espacios concretos implica igualmente atender de manera específica a las conexiones concretas con otros espacios y luchas singulares. La idea de interdependencia abierta sustituye a la de totalidad centrada. Y la alegría estética es ahora la alegría de la crítica concreta.

La crítica institucional puede considerarse así como heredera del arte crítico. La diferencia es, sin embargo, que su lucha consiste no tanto, aunque también, en poner a la vista que la obra es resultado de una producción y tiene un uso, desafiando así su fetichización, como en descubrir el complejo entramado de la institución, haciendo explícitos los marcos de producción de sentido y las relaciones asimétricas que afectan no sólo a la obra, sino al conjunto de instancias y agentes: artistas, público, coleccionistas, críticos, publicaciones, modos y condiciones de exposición, museos, galerías, patronatos, instituciones educativas, etc.

4. Otra buena prueba de que la crítica no desaparece con las neovanguardias será, sin duda, el arte feminista. Desde sus primeras resignificaciones esencialistas a su posterior uso complejo de las estrategias de la crítica de la representación, el arte feminista es posible gracias a que asimila muchos de los modos de hacer que del arte pop al conceptual se habían empezado a ensayar en los 60.

Respecto a la representación, el arte feminista se propondrá romper con la naturalización con la que las imágenes de las mujeres son construidas y leídas tanto dentro como fuera de la institución arte. Estas imágenes naturalizan una idea de la mujer como objeto pasivo al que sólo le correspondería desempeñar papeles de subordinación. La circulación masiva de imágenes se descubre, entonces, como un espacio de producción de subjetividad dominada que es necesario desmontar al tiempo que se colabora en la producción de una subjetividad emancipada.

krugerEl arte feminista de Martha Rosler, Mary Kelly, Barbara Kruger o las Guerrilla Girls se hace así crítica de la representación. Pone en evidencia el carácter convencional de las imágenes para mostrar que éstas tienen una función social dentro del aparato ideológico cultural y por tanto en la construcción de sujetos. Pero no serán únicamente las luchas feministas las que consideren oportuno retar a la producción mercantilizada y masiva de imágenes. A ellas se unirán otras luchas contra la naturalización de otras desigualdades (de clase, étnica, racial…) que producen las imágenes-mercancía. Y todas ellas, además, tendrán que oponer sus procedimientos artísticos a la captura de alegría estética que el capitalismo realiza a través de las imágenes del espectáculo generalizado.

En el arte feminista encontramos ya la doble dirección del activismo. El activismo artístico, en efecto, supone un doble desbordamiento. El movimiento feminista se expande hasta asaltar los muros de la institución arte y el arte se desborda para convertirse en una herramienta más dentro de las reivindicaciones feministas. Este doble desbordamiento se repite con otros movimientos sociales entre los que destacan el activismo contra el SIDA o el vinculado a los movimientos alter-globalización. En ellos, la poesía se pone al servicio de la lucha social y la lucha social al servicio de la poesía.

El activismo responde a la formación de una necesidad mutua entre el arte crítico y los movimientos sociales en la coyuntura contemporánea. El arte actual que se quiera crítico necesita encontrar el modo de confluir con los movimientos sociales para poder sostener su pugna en el campo del arte. Y los movimientos sociales precisan poner en práctica su propia crítica de la representación para poder enfrentarse a la construcción de subjetividad dominada que se realiza a través de la circulación masiva de imágenes.

5. A finales de siglo, la crítica institucional ya había sufrido fuertes reproches respecto a su pérdida de eficacia transformadora de la institución. Por esos años, sin embargo, otras artistas comienzan a hacer uso de las estrategias de la crítica institucional y de la crítica de la representación para desentrañar el funcionamiento de otras instituciones dentro del amplio contexto de la luchas alter-globalización y de la doble dirección del activismo a la que hemos hecho referencia. Ursula Biemann o The Yes-Men, María Ruido o La fiambrera obrera, son buenos ejemplos de estas nuevas prácticas. Reseñables fueron también los esfuerzos que con el cambio del siglo realizó el MACBA de Barcelona para responder desde el museo a estos nuevos desafíos.

En “There’s No Place Like Home” (2012), sin embargo, Andrea Fraser reconoce la creciente dificultad de intervenir críticamente dentro del campo del arte. A su juicio, eso sería debido a que la institución ha sido capaz de integrar los discursos críticos convirtiéndolos en inocuos. Ocurre que, por un lado, el discurso crítico puede circular siempre y cuando no muestre el modo en que opera la propia institución. Por otro lado, la ineficacia de los discursos críticos viene dada por el hecho de que la institución se encarga de mostrarlos desconectados los unos de los otros.

La conclusión a la que llega Fraser es que los discursos críticos no pueden dejar de lado las condiciones en las que se está reproduciendo el campo del arte. De hecho, el que eso ocurra, está suponiendo en un contexto de crisis que el arte sea uno de los instrumentos que está al servicio del enriquecimiento de una minoría y el empobrecimiento de la mayoría.

6. Las movilizaciones sociales que desde las revoluciones árabes y el 15M ha traído esta crisis-estafa no han podido menos que hacerse con numerosas armas estéticas para abrir una grieta en la espesa esfera pública del régimen. El modo en que han convertido las plazas y las redes digitales en espacios de litigio sólo ha sido posible gracias a la actualización de un imaginario común que ha sabido recuperar parte de la alegría estética secuestrada por el espectáculo integrado. En esa lucha el proceso de doble dirección del activismo también ha comenzado a cuajar en su forma específica. Artistas como Nuria Güell o las gentes de Enmedio han sabido, sin duda, engarzar muy bien con este nuevo ciclo de luchas.

No obstante, esta nueva coyuntura parece exigir un resurgimiento de la reflexión propia de la crítica institucional, aunque esta vez sólo podrá generarse, pensamos, dentro de la bidireccionalidad del activismo. Las privatizaciones, el deterioro, la precariedad que está afectando al sector “plebeyo” del mundo del arte tiene que acabar convirtiéndose en marea social, una marea del arte, de la cultura, que tenga a su vez una respuesta desde la práctica artística, de modo que puedan reforzarse mutuamente.

Pondremos un ejemplo del por qué de este requisito. En abril de 2014, Nuria Güell presentó una colaboración con la cooperativa “Ca l’Àfrica” para una exposición colectiva en el MACBA. En este proyecto, Güell logró que la cooperativa compuesta por inmigrantes previamente sin papeles pudiera formarse legalmente después de 12 años intentándolo sin éxito debido a trabas administrativas. Ella ayudó a crear el marco legal con la colaboración de otras personas y consiguió que el MACBA contratara a la cooperativa para que sus integrantes trabajasen como camareros o guías turísticos. Los malentendidos surgen con la aparición en el periódico La Vanguardia de una crónica de la propuesta de la artista, principalmente por la relación entre el titular y la fotografía que ilustra la noticia. La fotografía reproduce una relación colonial entre la artista y los miembros de la cooperativa. El titular espectaculariza la propuesta vinculándola a la “imagen” de las vallas de Ceuta y Melilla. Por si fuera poco, la periodista atribuye en texto resaltado la autoría de la cooperativa a la artista.

La polémica salta inmediatamente en las redes sociales, donde se cuestiona la instrumentalización ejercida por el museo y por la prensa. Lo que nos parece reseñable es que es la polémica en las redes la que hace ver aquello que el trabajo de Güell no incluye, es decir, una reflexión crítica sobre la forma de operar de la institución arte y de la representación más reaccionaria. La bidireccionalidad del activismo es ya constitutiva del arte crítico y si la práctica artística no desarrolla una reflexión sobre sus propias condiciones de posibilidad, es esperable que ese vacío sea puesto en evidencia.

Escrito en colaboración con Aurelio Sainz Pezonaga. Publicado en Viento Sur nº 135. Agosto. 2014.